Mi perspectiva entre líneas
Marfred Ángel
Vivimos en un país donde estar conectado ya no es un lujo, sino una necesidad. La interconectividad mundial avanza a pasos acelerados, y México no es la excepción. Según datos del Instituto Federal de Telecomunicaciones, al cierre de 2024, alrededor del 78% de la población mexicana tenía acceso a internet, aunque con marcadas desigualdades entre regiones. Mientras entidades como Ciudad de México, Nuevo León y Baja California presentan índices de conectividad superiores al 90%, estados como Oaxaca, Chiapas y Guerrero aún enfrentan brechas digitales significativas. Esta realidad nos habla de un país que navega entre dos velocidades: el México hiperconectado y el México desconectado.
Uno de los efectos más visibles de esta transformación digital es el desplazamiento paulatino de los medios tradicionales de comunicación. La televisión abierta, la radio convencional y la prensa impresa han perdido terreno frente a las plataformas digitales, donde la información circula sin filtros ni horarios. Hoy, millones de mexicanos se informan desde sus teléfonos móviles, consumiendo contenidos a través de redes sociales, canales de YouTube o servicios de mensajería instantánea. Esta nueva dinámica ha democratizado el acceso a la información, pero también ha erosionado la confianza en fuentes confiables y contrastadas.
La inmediatez es la moneda corriente de esta era digital. Vivimos bombardeados por noticias, alertas, transmisiones en vivo y contenidos virales. El usuario ya no espera el noticiero nocturno ni el periódico del día siguiente; exige saberlo todo al instante. Pero esa prisa por enterarse también tiene sus costos: la veracidad queda en segundo plano, la reflexión se sacrifica en nombre de la velocidad, y la opinión pública se construye muchas veces a partir de impulsos más que de análisis.
En este contexto, las fake news —noticias falsas— se han convertido en un fenómeno preocupante. Desde rumores políticos hasta curas milagrosas o teorías de conspiración, la desinformación circula con facilidad y encuentra terreno fértil en una sociedad donde muchos usuarios no cuentan con herramientas para verificar lo que consumen. Las consecuencias van desde la polarización social hasta la manipulación electoral o el pánico colectivo. La alfabetización digital es hoy tan importante como saber leer y escribir.
Otro ángulo que no puede ignorarse es el impacto de esta interconectividad sobre la niñez. La sobreexposición a dispositivos móviles, contenidos inadecuados y redes sociales sin supervisión ha generado nuevas preocupaciones en padres, docentes y especialistas. La infancia mexicana vive cada vez más en entornos virtuales que moldean su percepción del mundo, su autoestima y sus relaciones. Y aunque la tecnología puede ser una poderosa herramienta educativa, también puede convertirse en una fuente de ansiedad, aislamiento o riesgo si no se usa con criterio y acompañamiento.
México se encuentra, así, ante un reto estructural: garantizar un acceso equitativo, seguro y responsable a la conectividad. Esto implica no solo inversión en infraestructura para cerrar la brecha digital, sino también políticas públicas que fomenten la educación digital crítica, la regulación de contenidos nocivos y la protección de los menores en línea. La interconectividad no es buena ni mala en sí misma; depende de cómo la usemos, de quiénes tienen acceso y de qué valores la guíen.
En un mundo que no se detiene, México debe decidir si quiere ser solo un consumidor pasivo del entorno digital global o un protagonista consciente, creativo y ético. La conectividad es una puerta. Lo importante es saber hacia dónde queremos que nos lleve.