El adiós a Francisco: una era de misericordia y reforma

Mi perspectiva entre líneas

Marfred Ángel

La noticia de la muerte del Papa Francisco ha cimbrado al mundo católico y más allá. Jorge Mario Bergoglio, el primer pontífice latinoamericano y jesuita en la historia de la Iglesia, falleció a los 88 años tras más de una década de pontificado marcado por la sencillez, la compasión y un decidido esfuerzo por renovar una institución milenaria. Su partida no solo deja un vacío en el Vaticano, sino que obliga a mirar con detenimiento su legado y los desafíos que la Iglesia Católica debe afrontar en un tiempo de transformación social y espiritual.

Francisco asumió el trono de San Pedro en marzo de 2013, tras la histórica renuncia de Benedicto XVI, quien se convirtió en el primer Papa en abdicar en más de 600 años. Su elección rompió moldes desde el inicio: era argentino, provenía de un continente con la mayor cantidad de católicos del mundo y representaba una visión pastoral alejada de los oropeles tradicionales del Vaticano. Su elección fue también una respuesta a una Iglesia debilitada por escándalos, distanciada de los jóvenes y sumida en una crisis de credibilidad.

Cuando fue nombrado Papa, la Iglesia Católica enfrentaba retos profundos. La desafección de fieles, el encubrimiento de abusos sexuales, la falta de vocaciones sacerdotales y la desconexión con los nuevos paradigmas sociales exigían un liderazgo valiente. Francisco entendió que más que dogmas, el mundo clamaba por una Iglesia que escuchara, acompañara y se reconciliara consigo misma. Su consigna fue clara: “Una Iglesia pobre para los pobres”.

Durante su pontificado, Francisco se destacó por un estilo austero, alejado del boato papal. Prefirió hospedarse en la residencia de Santa Marta en lugar del tradicional Palacio Apostólico. Rechazó lujos y se volcó en denunciar la desigualdad, el cambio climático y las injusticias que golpean a los más vulnerables. Publicó encíclicas clave como Laudato si’, sobre el cuidado de la casa común, y Fratelli tutti, en la que abogó por una fraternidad universal. Reformó la Curia, impulsó la sinodalidad como forma de gobierno eclesial y abrió espacios de diálogo sobre temas complejos como el celibato, el papel de la mujer en la Iglesia y la inclusión de personas LGBTQ+.

Su legado es profundo: fue el Papa de los gestos, de los abrazos espontáneos, de las palabras sencillas pero poderosas. Logró acercar la figura del Pontífice a los fieles y, aunque no estuvo exento de críticas —por conservadores que lo consideraron demasiado progresista o por sectores que exigían aún más cambios—, su impacto fue innegable. Francisco será recordado como el Pastor que prefirió el barro de la periferia a las alfombras del poder.

Hoy, con su partida, la Iglesia Católica queda ante una encrucijada. El mundo es otro, más diverso, más escéptico, más interconectado. Las nuevas generaciones exigen coherencia, inclusión y un mensaje que no se limite a repetir fórmulas del pasado. La fe, para muchos, sigue teniendo sentido, pero necesita canales nuevos para expresarse. La Iglesia que deja Francisco tiene bases para continuar un camino de renovación, pero dependerá del próximo liderazgo no retroceder, sino profundizar esa apertura que, si bien incómoda para algunos, ha sido necesaria para recuperar su voz profética.

Francisco ya no está, pero sus huellas seguirán marcando el rumbo de quienes creen que otro mundo —más justo, más fraterno y más humano— aún es posible.